lunes, 17 de diciembre de 2007

La poseída (16-17 diciembre 2007)

De nuevo estamos en Ordal, el pueblo de mis abuelos maternos. Mi madre y yo vamos de excursión a una montaña de los alrededores. También va alguno de mis hermanos, quizá Anna. Divisamos el monte: es una formación rocosa torcida, en forma de ola, como si la hubieran carcomido por un lado y se fuera a derrumbar en cualquier momento. "¿Siempre ha sido así?" -pregunto sorprendido. Mi madre responde que sí. Junto a la montaña-ola hay un altísimo torreón al que se accede por unas escaleras de piedra. Propongo subir allí, pero a mi madre le da vértigo.

De repente, por el camino del bosque oímos que nos llaman. Miramos arriba. Nos sobrevuela un hombre joven, de rostro más bien oculto, tocado con una especie de boina y con un vago aspecto de miliciano o guerrillero. Se sostiene en el aire por su capacidad de volar, o bien porque va agarrado a un ala delta. El joven nos increpa como si hubiéramos pisado tierra prohibida y nos empieza a lanzar púas triangulares. Temo por nuestra vida, pero enseguida comprobamos que las púas son blandas, como de plástico o papel.

Huímos hacia la casa de mis abuelos. Miro hacia atrás. El miliciano volador nos sigue acosando. Le pregunto qué hemos hecho. Entonces el joven señala unos brotes de fuego alrededor de la casa y nos emplaza a apagarlos. Nos apresuaramos a sofocar las llamas con ramas y arbustos y vamos corriendo hacia la casa.

Cuando nos disponemos a abrir la puerta nos sorprenden unos gritos horribles. Me vuelvo y veo una mujer desquiciada, pálida, de pelo largo y negro. Por sus facciones severas y su peinado podría recordar a Gala, la musa de Salvador Dalí. Pero de cerca su rostro es inquietante: tiene los ojos chispeantes, como encendidos, y un fino y largo bigote de comisura a comisura. Parece endemoniada. La mujer nos empieza a perseguir fuera de sí y nos encerramos a toda prisa en la casa. Corro el pestillo. Suspiramos aliviados.

Pero la poseída aún sigue ahí fuera. Miramos por la ventana y la vemos merodear alrededor de un carruaje abandonado, de madera y sin cubierta, como los que se usan para llevar paja. La mujer parece haberse calmado, así que salgo a fuera para hablar con ella. Balbuceando, me explica que está internada en una residencia, donde la cuida una monja. Entonces, poco a poco, la tumbo en el carro de madera y la dejo allí con sus gemidos delirantes. Vuelvo a casa con mi madre y esperamos a que regrese mi padre para que se lleve a la mujer a la residencia. Cuando llega mi padre, le contamos lo ocurrido y parece desconcertado. Finalmente sale afuera y se ocupa de la poseída.

Unos días más tarde salgo de casa y me dirijo a la residencia, donde debo hacer algún recado. Al pasar junto al gran edificio me estremezco. En una de las ventanas está ella. La mujer poseída, derecha e inmóvil, está mirando absorta a través del cristal, con su fino bigote y sus ojos tristes y brillantes.

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