Me encuentro en Perú, donde al parecer, junto a otros pueblos andinos, quieren seguir la estela de los árabes y lanzar también revueltas populares contra su gobierno. Fortuitamente, me veo metido en un grupo de jóvenes indios exaltados, que se enfrentan a la policía y corren por los estrechos pasillos de una estación de metro.
Los jóvenes se ven cada vez más acorralados y empieza a cundir en desánimo. Sin embargo, cuando ya se ven derrotados, el grupo contempla como uno de sus cabecillas -en una escena muy cinematográfica- dispara mortalmente a un policía, que cae abatido a lo lejos, con los brazos hacia arriba, profiriendo un sonoro gemido de dolor.
Estalla la euforia por el repentino cambio de tornas, y el grupo sale corriendo entre gritos de alegría. Pero yo sigo intranquilo, y más aún cuando descubro a un pistolero pisándonos los talones. Al ver al inquietante sicario, sin pensarlo dos veces me lanzo a las aguas de un río o canal cercano y aguanto la respiración bajo su cauce para huir buceando lo más lejos posible.
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